Cuando recibimos la predicación o la catequesis de nuestros sacerdotes, esperamos escuchar un mensaje diferente al que nos da el mundo. La predicación dentro de la liturgia requiere una seria evaluación de parte de los Pastores. Son muchos los reclamos que se dirigen con relación a este gran ministerio y no podemos hacer oídos sordos. La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un pastor con su pueblo. De hecho, sabemos que los fieles le dan mucha importancia; y ellos, como los mismos ministros ordenados, muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar. Es triste que así sea. Es Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y desplegar su poder a través de la palabra humana (Cf. EG. 135-136).
Quienes están llamados a impartir la formación cristiana necesitan una sólida preparación integral. El objetivo principal de la formación es tener los mismos sentimientos que Jesucristo y reflejar el Evangelio en nuestra vida. La formación sacerdotal no se limita a conocimientos especializados, sino que implica un camino continuo de conversión. Es fundamental la amistad con el Señor. “Necesitamos experimentar personalmente la cercanía del Maestro; saber que hemos sido vistos, amados y elegidos por el Señor por pura gracia y sin mérito de nuestra parte” (P. León XIV).
Si Jesucristo no tiene la centralidad en nuestra vida, olvidamos fácilmente nuestra vocación de discípulos misioneros y terminamos confundidos, y confundiendo a la gente, predicando verdades a medias, opiniones personales y de conveniencia, o ideologías que rechazan y descartan a los que piensan según la doctrina de la Iglesia. El ministerio ordenado debe estar al servicio de todos. Para que nuestra predicación tenga credibilidad, deben ir de la mano fe y acción, fidelidad a la enseñanza del Maestro y testimonio de vida, amor a la Iglesia y servicio a los pobres.
“El predicador tiene la hermosísima y difícil misión de aunar los corazones que se aman, el del Señor y los de su pueblo. El diálogo entre Dios y su pueblo afianza más la alianza entre ambos y estrecha el vínculo de la caridad. Durante el tiempo que dura la homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él. El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios” (EG. 143). Pero la palabra que se proclama requiere un predicador que la represente como tal, convencido de que no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo, el Señor.
“Debemos trabajar mucho en nosotros mismos para superar el individualismo y el deseo de sobrepasar a los demás, lo que nos convierte en competidores, de modo que aprendamos gradualmente a construir relaciones humanas y espirituales que sean sanas y fraternas. Los sacerdotes no deben verse a sí mismos como líderes solitarios ni vivir su ministerio ordenado con un sentido de superioridad, sino ser pastores que estén inmersos en la realidad del pueblo de Dios” (Papa León XIV).
