Quiero una Iglesia pobre para los pobres, nos dice el Papa Francisco en la exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 198. La expresión Iglesia pobre para los pobres no es excluyente, pues, nos acoge a todos, porque todos somos pobres y pecadores, necesitados de la misericordia de Dios. Se refiere a una Iglesia que se decide y actúa desde los pobres, y que se caracteriza por promover la solidaridad y el diálogo para que todos vivan con dignidad; abogar por el discipulado y la misión, aprendiendo de la pobreza de Cristo y reconocer que el poder es servicio a los hermanos.
Jesús ha venido para anunciar el Evangelio a los pobres (Cfr. Lc 4,18). La primera bienaventuranza del Sermón de la montaña reza: Dichosos quienes son pobres ante Dios, porque a ellos pertenece el Reino de los cielos (Cfr. Mt 5,3). Esta opción ha desempeñado un papel importante, en la historia de la Iglesia. Para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica.
Dios les otorga su primera misericordia. Esta preferencia divina tiene consecuencias en la vida de fe de todos los cristianos, llamados a tener los mismos sentimientos de Jesucristo” (Flp 2,5). Inspirada en ella, la Iglesia hizo una opción por los pobres entendida como una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición eclesial.
Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos (Cf. EG, 198).
La dimensión profética de la Iglesia, dedica tiempo y esfuerzos en denunciar, en los ámbitos públicos, aquellas realidades heridas y frágiles. Pero también nos compromete a reflexionar sobre nuestra propia vida y a reconocer que no somos los mejores. El buen testimonio siempre ha sido y será la mejor predicación ante un mundo desolado y triste.
El nacimiento de Jesús en Belén, que celebramos en estos días, es una invitación a examinar la actitud de nuestro corazón hacia los bienes materiales. La pobreza que ha de vivir el cristiano tiene que ser una pobreza real, ligada al trabajo, a la limpieza, la ayuda a los demás, a la sobriedad, al cuidado de la familia y de la casa común. Debemos ser parcos en las necesidades personales, frenando los gastos superfluos, no cediendo a los caprichos, evitando falsas necesidades, siendo generosos con los pobres. Este es el desprendimiento que Dios espera ver en nosotros, es la voz profética que, en nuestra sociedad de consumo, muchos quieren escuchar.
La pobreza que nos pide el Señor no es suciedad, ni miseria, ni dejadez, ni pereza. Por eso hemos de mirar siempre a nuestro modelo, Jesucristo, que en Navidad viene a nuestro encuentro y se hace presente en el seno de una familia pobre y humilde. Un buen propósito para este nuevo año será, entonces, conocer las bienaventuranzas y
predicarlas con nuestra vida.
