Las celebraciones de la Semana Santa marcan las etapas fundamentales de nuestra fe y de nuestra vocación en la Iglesia y en el mundo. Celebrar los misterios de nuestra salvación nos impulsa a ver el futuro confiando en el poder de Dios, que vence las tinieblas del mal, y a reforzar nuestro compromiso de testimonio cristiano en la sociedad con responsabilidad. “Un cristiano, si verdaderamente se deja lavar por Cristo, si verdaderamente se deja despojar del hombre viejo para caminar en una vía nueva, incluso permaneciendo pecador, no puede seguir siendo corrupto; no puede vivir con la muerte en el alma, y tampoco ser causa de muerte” (Papa Francisco).
El Domingo de Ramos recordamos la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén. El pueblo lo recibe con gritos de júbilo, ponen sus mantos por el camino donde pasa y con palmas en las manos lo aclaman como rey. Es la misma muchedumbre que unos días después gritará: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”. Hoy, el pueblo de Dios aclama al Señor, al Hijo de María, al Rey que desde la cruz nos da la verdadera prueba de amor, al entregar su vida para salvarnos.
El Jueves Santo acudimos a la Misa Crismal en la catedral, única celebración en toda la Arquidiócesis. Este día los presbíteros renovamos nuestras promesas sacerdotales y pedimos la oración de nuestro pueblo, para vivir con alegría y entrega generosa la vocación recibida, don de Dios que debemos valorar y cuidar. Por la noche en cada iglesia se celebra la Misa de la Última Cena, conmemorando el gran Mandamiento del Amor y la presencia real de Jesús en el Santísimo Sacramento del Altar. En el día del sacerdocio, debemos reconocer con sinceridad y humildad que no somos dignos de este don recibido, que muchas veces no hemos correspondido al amor de Dios y a la confianza de tantos cristianos, que miran al sacerdote como padre, hermano y amigo, como hombre de Dios.
La cruz es el signo distintivo del Viernes Santo. Es Jesús quien, reinando desde la cruz, entrega todo su amor y nos atrae hacia Él. Acompañamos a Jesús en el camino de la cruz, no como meros espectadores, a semejanza de aquellos que de lejos seguían al Maestro, llenos de vergüenza y cobardía, no como aquellos que lo insultaban y se burlaban de él. Sigámoslo porque creemos en el triunfo de la cruz, signo de salvación para todos, y porque queremos solidarizarnos con tantos hombres y mujeres que hoy sufren injustamente, crucificados y marginados, descartados por el egoísmo de la sociedad de consumo, pero jamás olvidados por Dios.
Caminar con Jesús por la vía de la cruz nos lleva a la libertad de la resurrección. En pie, y con la frente alta, podemos compartir la humillación de aquellos que todavía hoy, como Jesús, están en el sufrimiento, en la desnudez, en la necesidad, en la soledad, en la muerte, para ser, gracias a Él y con Él, instrumento de rescate y de esperanza, signos de vida y de resurrección. Este es el compromiso que nos queda después de celebrar con fervor la Semana Mayor.
Vivamos esta Semana Santa como signo de solidaridad con los que sufren, víctimas de la pandemia, de la violencia, de la migración y la marginación. No dejemos que el virus de la indiferencia se apodere de nuestros corazones y nos impida descubrir el rostro sufriente de Cristo en los hermanos.
