“Hay cristianos que separan las exigencias del Evangelio de su relación personal con el Señor, de la unión interior con él, de la gracia. Así se convierte al cristianismo en una especie de ONG, quitándole esa mística luminosa que tan bien vivieron y manifestaron san Francisco de Asís, san Vicente de Paúl, santa Teresa de Calcuta y otros muchos. A estos grandes santos ni la oración, ni el amor de Dios, ni la lectura del Evangelio les disminuyeron la pasión o la eficacia de su entrega al prójimo, sino todo lo contrario” (Gaudete et exsultate, 100).
En la lista de los grandes y numerosos santos que vivieron la misericordia con los pobres, que nos presenta el Papa Francisco, aparece San Vicente de Paúl. En su fecunda vida sacerdotal se distinguió siempre por la oración, la misión y la caridad. Por ello, fundó la Congregación de la Misión para la salvación de los pobres, y la enseñanza y santificación de los sacerdotes. Instituyó también, junto a Santa Luisa de Marillac, las Hijas de Caridad, para asistir de manera especial a los enfermos, ancianos y niños.
Esta gran iniciativa de amor, inspirada por el Espíritu Santo, llegó a Cuenca, gracias al trabajo de las religiosas Hijas de la Caridad que, entre otras valiosas obras que ya tenían en nuestra ciudad, se instalaron en 1870 en el “Hogar Miguel León”, fundado para socorrer a los niños en orfandad y darles formación integral. Después el Hogar extendió sus servicios y empezó a asistir también a los adultos mayores de escasos recursos económicos.
Con la ayuda de profesionales competentes, voluntarios y generosos benefactores, las religiosas Hijas de la Caridad dedican todo su tiempo al servicio de los demás, como quiso San Vicente de Paúl, convirtiéndose en una legión de ángeles que se preocupan por los descartados del mundo, porque en ellos descubren el rostro sufriente de Jesús.
Al conmemorar los 150 años de fundación del “Hogar Miguel León”, como pastor de esta arquidiócesis, expreso mi sincera felicitación y gratitud a las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl por su eficaz presencia evangelizadora y el testimonio de amor que nos entregan en cada obra de misericordia que realizan. La misericordia es el rostro de Jesús, que siempre sentía compasión por los pobres y enfermos. La misericordia es la vida y la misión de la Iglesia, es la viga maestra que la sostiene. La misericordia debe ser nuestro modo de vivir y actuar como cristianos que escuchan el grito de los sedientos de justicia que necesitan nuestra ayuda. “Que su grito sea también el nuestro y juntos podamos romper la barrera de la indiferencia que suele reinar campante para esconder la hipocresía del egoísmo… La gente de hoy tiene necesidad ciertamente de palabras, pero sobre todo tiene necesidad de que demos testimonio de la misericordia, la ternura del Señor, que enardece el corazón, despierta la esperanza, atrae hacia el bien” (Misericordiae Vultus, nn. 15 y 23).
