La fiesta de la Conversión de San Pablo, el gran Apóstol de los gentiles, nos enseña que creer es encontrar realmente a una persona, al Dios hecho hombre, a Jesús de Nazaret. No se cree en una doctrina, en una fórmula, en un libro o en un sistema, sino en una persona (cf. Deus Caritas est, 1).
“El camino de fe que emprendió San Pablo es también el nuestro, pues, quien encuentra a Jesús, se da cuenta de que no puede vivir sin Él y debe profundizar cada día más en su conocimiento personal. Del encuentro se pasa al diálogo, Dios se da a conocer y revela su voluntad, el creyente escucha y pregunta como Pablo: ¿Quién eres? ¿Qué debo hacer?, entra así en confidencia y comunión de vida. La fe cristiana es también obediencia y abandono total de la criatura al Creador, porque cuando Dios promete, se compromete por completo en beneficio de los suyos. Esta fe tiene que llegar a traducirse en misión. En este caminar el ejemplo de San Pablo es claro y decisivo. Quien ha recibido un don tiene que comunicarlo a otros” (Benedicto XVI).
La persona de San Pablo y su testimonio de vida acompañan a la Iglesia universal en el Octavario de Oración por la Unidad de los Cristianos, que realizamos en enero y tiene por finalidad la unión de todos los que creemos en Jesucristo, unión querida por Dios, puesto que Cristo oró incesantemente por la unidad. Se trata de hacer un acto de completo abandono y de absoluta confianza en el infinito poder del amor de Cristo resucitado. Pues, como San Pablo, sabemos que todo lo podemos conseguir en Aquel que nos fortalece.
La acción más adecuada para estar a la altura del ideal de Cristo es la acción de la oración. Cada cristiano debe dejarse guiar por una fe viva en la persona de Cristo. El centro de la oración ecuménica no puede ser el cristiano particular, sino Cristo mismo. Nos sentimos llamados por su palabra y su ejemplo a implorar al Padre que todos seamos uno para que el mundo crea.
Nuestra oración no es solo por la vuelta de los otros, sino por la santificación de todos, empezando por los de la propia casa, familia parroquial o movimiento laical. Pensemos, entonces, en la unidad de los miembros de nuestra familia de sangre, quienes a veces no dialogan ni se ayudan, no comparten ni se aceptan mutuamente. La familia parroquial o el movimiento tienden con facilidad a dividirse por luchas entre hermanos, que buscan el poder y el dominio antes que el servicio humilde y silencioso.
Todos debemos acercarnos a CRISTO mediante la conversión del corazón. Lo que se le pide a cada uno es que llegue hasta el final de su propia fidelidad al Señor. Todo discípulo de Jesús puede entrar en esta oración de confianza y cercanía, que se hace entonces verdaderamente universal, ecuménica, dejando de ser un proselitismo enmascarado. En esta oración convergente y unánime comienza ya a realizarse el milagro de la unidad (cf. Paul Couturier, Ecumenismo Espiritual, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad (1991), ed. Paulinas).
Con San Pablo le decimos también nosotros al Señor: ¿Qué quieres que haga? Se lo decimos de corazón. Jesús nos dará las luces y nos manifestará por donde avanzar, que debemos corregir, como relacionarnos mejor con los demás para vivir unidos en la fe, el amor y la verdadera fraternidad.
