Estamos acostumbrados a reunirnos para hablar de diversos temas. Hacemos reuniones para tratar temas sociales, políticos, deportivos, religiosos, entre otros, pero estos encuentros no son necesariamente muestras de unidad. Jesús, en el Evangelio, habla de la verdadera unidad, pidiendo incesantemente al Padre para que la comunidad cristiana tenga esta característica (Juan 17, 20-26). Pide por nosotros, sus discípulos de ayer y de hoy, por los que vendrán, porque nos quiere fraternalmente unidos. Pide la unión para los suyos, para que el mundo crea que él es el enviado, pues sin amor y sin unidad no merecemos credibilidad.
El Señor nos habla de una unión que se opone a la división, pero no a la pluralidad; unión no significa uniformidad, sino comunión. Unidad que tiene como modelo a la Santísima Trinidad; unidad que no empobrece la variada riqueza del Espíritu Santo, que se manifiesta en la diversidad de carismas, frutos y dones. Todos diferentes, pero unidos en el mismo amor y en la misma fe, sintiéndonos miembros de la gran familia de los hijos de Dios.
A nosotros nos gusta poseer cosas auténticas, no queremos imitaciones, pero más nos agrada encontrar la autenticidad encarnada en las personas con quienes convivimos. No nos gustan las hipocresías, ni los dobleces y las mentiras. Lo que no es auténtico no convence, ni da pruebas de garantía o confianza. Por eso Cristo pidió a su Padre que los suyos se distinguieran por dos características inequívocas: la unidad y el amor.
Con estos dos rasgos es fácil discernir quién es de Cristo, y quien, por el contrario, no lo es. Somos verdaderos cristianos si vivimos el amor y tratamos de crear a nuestro alrededor un ambiente de unidad, a pesar de las diferencias que todos tenemos. Si no, lo seremos sólo de nombre. No podemos ser solo cristianos de etiqueta, discípulos de título y de palabras bonitas, pero no de vida fraterna, de sinceridad y de respeto.
En nuestras familias, grupos apostólicos y comunidades parroquiales, no siempre nos caracterizamos por trabajar unidos. Cada uno quiere sobresalir por encima de otros sin escuchar con atención y respeto lo que piensan los demás. Así se pierde la armonía en la familia, los gritos y la violencia caracterizan la relación entre los esposos, y los hijos, escandalizados, terminan actuando de la misma forma. Cuando no se vive una auténtica sinceridad y gana espacio la hipocresía, sencillamente se desvanece la unidad que prometieron fortalecer el día del matrimonio por medio del verdadero amor y la fe de ambos.
Que la Misión Familia, en pleno desarrollo, nos lleve a unir a las familias azuayas, para que con la gracia de Dios y el ejemplo de la Sagrada Familia de Nazaret sean testimonio del verdadero amor que nunca se acaba.
