El Papa Francisco habla con frecuencia de la “mundanidad espiritual” y de la “corrupción espiritual”. El Pontífice explica que quienes caen en estos vicios, sienten que no cometen faltas graves contra la Ley de Dios, pueden descuidarse en una especie de atontamiento o adormecimiento. Como no encuentran algo grave que reprocharse, no advierten esa tibieza que poco a poco se va apoderando de su vida espiritual y terminan desgastándose y corrompiéndose. La corrupción espiritual es peor que la caída de un pecador, porque se trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo termina pareciendo lícito: el engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de autorreferencialidad, ya que el mismo ‘Satanás se disfraza de ángel de luz’ (Cf. Gaudete et exsultate, 164-165).
La mundanidad espiritual busca la gloria humana y los honores en lugar de la gloria de Dios. Terminamos poniendo la confianza no en el Señor, sino en nosotros mismos: planes, proyectos, capacidades (Cf. Evangelii Gaudium, 93). Hacemos cosas buenas para que nos vea la gente, en nuestras conversaciones y discursos solo hablamos de nuestros triunfos y queremos hacer prevalecer nuestros puntos de vista como la mejor opción. No somos capaces de aceptar una contradicción porque creemos que lo que decimos y hacemos siempre es correcto. Es un modo sutil de buscar los propios intereses y no los de Jesús. Esa ‘mundanidad’, nos dice el Papa, toma muchas formas, de acuerdo con el tipo de personas y con los estamentos en los que se enquista. Se cuida solo la apariencia y por fuera todo parece correcto.
“Esa ‘mundanidad’ se expresa en la pretensión de poseer un ‘conocimiento iluminador’ que crea una falsa sensación de ‘seguridad’ y en la actitud de ‘quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado’. Hay quienes se refugian en una supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar al otro” (Evangelii Gaudium, 94).
No se busca a Dios ni el bien de los demás. Todo es egoísmo y soberbia. Somos mundanos cuando cuidamos solo las formas externas, el ritualismo estéril y nos despreocupamos de las necesidades de los demás. Caemos también en la mundanidad espiritual cuando solo nos preocupamos por mostrar conquistas sociales y políticas, considerándolas como fines y no como medios (Cf. Evangelii Gaudium, 95). El verdadero trabajo social debe estar motivado por el amor a Cristo.
Analizando seriamente nuestra vida descubrimos que nuestra agenda está recargada de reuniones, viajes, pláticas inoportunas, pérdidas de tiempo en chismes, cuentos y pereza, pero no hay espacio para orar y reflexionar. Nuestra vida es muy superficial. No hay un verdadero sentido evangelizador, un compromiso con los pobres, una real preocupación por los más necesitados; se pierde el fervor misionero y el espíritu de sacrificio; se abandona la lucha cayéndose en la desidia; se vive de las apariencias, de la vanagloria.
Evitemos caer en estos males “acogiendo el aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios.” (Evangelii Gaudium, 97).
