Entre los agentes laicos de evangelización que tenemos en las parroquias destacan los catequistas, hombres y mujeres, jóvenes y adultos, que han descubierto su vocación misionera formando a los niños y jóvenes para que reciban los sacramentos de la iniciación cristiana.
El Papa Francisco, hablando a los catequistas en el Año de la Fe (2013), les hacia una preciosa reflexión sobre la misión de educar en la fe, como un gran servicio a la Iglesia, que debe ser valorado y acogido como don del Señor, precioso regalo del Espíritu Santo a la Iglesia de hoy, donde los laicos se comprometen cada vez más y toman parte activa en la obra evangelizadora.
Educar en la fe es hermoso. Es, quizás, la mejor herencia que podemos dejar: la fe. Educar en la fe, para hacerla crecer. Ayudar a niños, jóvenes y adultos a conocer y amar cada vez más al Señor, es una de las más bellas aventuras educativas: se construye la Iglesia.
Ser catequista es una vocación, es guiar al encuentro con Jesús con las palabras y con la vida, con el testimonio. “La Iglesia no crece por proselitismo. Crece por atracción”. Y lo que atrae es el testimonio de la fe. La coherencia en la propia vida. Ser catequista requiere amor, amor cada vez más intenso a Cristo, amor a su pueblo santo. Y este amor no se compra en las tiendas. Este amor viene de Cristo. Es un regalo de Dios.
Ser catequista es caminar desde Cristo. Esto significa tener familiaridad y unidad con Él. El buen discípulo está con el Maestro, escucha y aprende. Es una formación que dura toda la vida. Este aprendizaje no es la mera asimilación de contenidos, se trata de estar en la presencia del Señor, de dejarse mirar por Él, que está siempre presente en el Sagrario. Es hablar con Jesús y aceptar su abrazo de perdón y misericordia. Es cuestión de dejarse amar por Dios para inflamar el corazón de los demás.
Ser catequista significa imitar a Jesús en la salida al encuentro del hermano. Poner a Cristo en el centro de nuestra vida nos lleva a abrirnos a los demás, a ser generosos. En la verdadera vida cristiana hay apertura, salida para hablar al otro de Jesús. Esta tarea de salida debe comenzar por la propia casa, entre los hijos, hermanos, cónyuges. El buen catequista evangeliza la propia familia con el testimonio, la palabra, la oración y con mucha paciencia.
Un catequista no tiene miedo, es creativo, busca maneras de llegar a los más alejados. No se deja ganar por el temor o la cobardía, no se queda impasible ante las necesidades. Cuando nos quedamos encerrados en “nuestro grupito” terminamos enfermos de egoísmo, nos hacemos mezquinos y cerramos la puerta a otros. Acabamos creyéndonos privilegiados, los únicos necesarios en la Iglesia, casi dueños.
El catequista sabe que Jesús está a su lado. Si lleva el Evangelio del amor, el Señor siempre lo acompañará, porque sabe que la obra es de Dios. Es discípulo, no el Maestro. Es instrumento en manos del Señor para su encuentro con el hombre.
Agradecemos la misión de los catequistas de Cuenca, nos comprometemos a rezar por ellos y a brindarles los espacios para que profundicen su formación. Son un regalo de Dios que debemos cuidar.
