Hace 50 años, ¿qué nos decían los obispos latinoamericanos sobre la evangelización? ¿Qué directrices nos daban en el documento de Medellín? En aquella ocasión nos recordaban que nuestro continente es mayoritariamente católico y a la vez el más inequitativo, con índices de pobreza y violencia alarmantes.
Ante esta realidad nos decían que la evangelización debía orientarse hacia la formación de una fe personal, adulta, interiormente formada, operante y constantemente confrontada con los desafíos de la vida actual. “La evangelización debe estar en relación con los signos de los tiempos. No puede ser atemporal ni ahistórica”.
Esta evangelización debe realizarse a través del testimonio personal y comunitario que se expresa en el compromiso con los demás. Explicar y vivir los valores de justicia y fraternidad, contenidos en el Evangelio y en las aspiraciones de nuestros pueblos (Cf. n.7).
Constata que hasta el momento se ha vivido una pastoral de conservación, basada en la sacramentalización, con poco énfasis en la evangelización. Falta profundizar en la fe. Ve algunas manifestaciones de religiosidad popular como un conjunto de devociones sin un verdadero influjo en el ejercicio de la vida cristiana. Pero también destaca en esta religiosidad una enorme reserva de virtudes auténticamente cristianas, especialmente en orden a la caridad. Nos recordaban que antes que anular estas manifestaciones populares, debemos impregnarlas del Evangelio y hacer que en la devoción se considere a los santos como modelos de imitación y no solo como intercesores ante Jesús.
Entre otras, señalan a los pobres y a la familia como prioridades en la evangelización. El mandato del Señor de evangelizar a los pobres debe llevarnos a poner todo el esfuerzo apostólico que dé preferencia efectiva a los más pobres, segregados y necesitados (Cf. n.14,9).
Ven la necesidad de dotar a la familia de elementos que le restituyan su capacidad evangelizadora, de acuerdo con la doctrina de la Iglesia, para llevar a los bautizados a un compromiso personal con Cristo (Cf. n.3,6).
Esta reflexión vale también para la Iglesia de hoy, que debe ofrecer su mensaje de salvación a todos los pueblos, corriendo quizá el riesgo de que no todos lo acepten del mismo modo y con la misma intensidad. Es nuestra tarea formar comunidades de fe basadas en la Palabra de Dios, donde sus miembros sean solidarios y logren una participación activa y fructuosa en la Iglesia y en la sociedad.


















































