La exhortación apostólica postsinodal Amoris Laetitia pone de relieve el derecho “primario” y el “gravísimo” deber de los padres y madres de familia de educar a sus hijos, de acuerdo con sus convicciones éticas y espirituales. Esta tarea, en la actualidad, se vuelve muy ardua y compleja debido, entre otros factores, a la realidad cultural y, particularmente, al influjo de los medios de comunicación, que tienden a desplazar y hasta pretenden usurpar a los progenitores tal derecho y obligación.
La educación de los hijos no debe ser vista como un peso, sino como una tarea que nadie puede quitarles. El Estado, con sus instituciones educativas, puede ofrecer un servicio subsidiario pero siempre acompañado por la función indelegable de los padres de familia. La escuela pública o privada, en este sentido, no sustituye a los padres; a lo más, complementa su acción educativa. Cualquier colaborador en la educación de los hijos, por lo mismo, debe actuar en nombre, con el consenso y por encargo de sus padres.
La realidad, sin embargo, no siempre responde a estos principios. Se ha abierto una brecha entre familia y sociedad, familia y Escuela, Familia y Estado. En muchos Estados, se pretende imponer un modelo de persona, de matrimonio y familia a toda la sociedad, desconociendo las convicciones y tradiciones, bajo el pretexto de modernismo y desarrollo socio-cultural.
Desde el punto de vista pastoral, varias instancias de la Iglesia están dispuestas a colaborar para que los padres de familia sean los protagonistas en la educación de sus hijos en todas sus dimensiones: personal, familiar, social, cultural y religiosa.
Para la Iglesia, la familia es de suma importancia. En ella, las nuevas generaciones son educadas en los grandes valores humanos y espirituales, como “la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso” y el culto a Dios, mediante la oración. En la familia “se hace creíble la belleza del matrimonio indisoluble y fiel para siempre”.
La familia, como Iglesia doméstica, constituye la base de la Iglesia, tanto que podríamos definir la Iglesia como la familia de las familias. Familia e Iglesia, de este modo, se transforman en un don recíproco: “la Iglesia es un bien para la familia, la familia es un bien para la Iglesia”. El amor vivido en la familia, en todas sus dimensiones, es entonces una fuerza constante para la Iglesia.
La familia, por lo tanto, sigue siendo el lugar privilegiado donde los padres pueden educar a sus hijos a partir de su experiencia y de la sabiduría que ésta les proporciona (Cfr. Amoris Laetitia, 84-88).


















































